La palabra «incienso» proviene del latín «incendere», que traducimos como «encender». Este significado de dar luz es uno de los que hacen que hoy el incienso continúe empleándose en la Iglesia Católica como signo de festejo y celebración.
En diversos lugares del mundo ya existía, desde la antigüedad, la costumbre de quemar incienso y disfrutar del agradable olor que produce al arder. Dos ejemplos son el antiguo Egipto, antes de la llegada de los israelitas o la religión griega pagana. Quemar el incienso era síntoma de celebración y acompañaba los sacrificios a los dioses.
A partir del siglo IV, el cristianismo introdujo el incienso como lenguaje simbólico en sus celebraciones, ya que anteriormente consideraron que la práctica podría confundirse con algún otro rito de culto no perteneciente a la religión católica.
El incienso está íntimamente ligado al Cristianismo desde los propios Evangelios. Los siguientes pasajes de la Biblia lo demuestran y dejan claro, además, que la costumbre de quemar incienso es un acto grato para Dios:
“También harás un altar para quemar el incienso. Lo harás de madera de acacia” (Éxodo 30:1, instrucciones para el Tabernáculo de Dios);
“Uno de ellos tomará un puñado de la flor de harina de la ofrenda, con su aceite y todo el incienso que está sobre la ofrenda, y lo hará arder sobre el altar como un memorial de olor grato al Señor.” (Levítico 6:15)
El incienso en la Iglesia tenía, además en sus orígenes otros motivos añadidos: eliminar con su agradable aroma la sensación de cansancio de las personas que acudían y el significado simbólico de la elevación al cielo al ser quemado.
Hoy en día, la Iglesia Católica se mantiene fiel a su uso bíblico del incienso, empleándolo en todas sus celebraciones. No es ningún sacramento ni doctrina, pero sí un elemento encargado por Dios a Moisés.